
Tengo la sensación de que al igual que ha ocurrido en nuestra sociedad tras más de un lustro de crisis, en la etapa post-napster ha desaparecido «la clase media» de los músicos. Hace 20 años había grandes estrellas de la música, una buena cantidad de grupos menores y una larga lista de bandas en las puertas de profesionalizarse. Hoy en día, no hay término medio.
Los grandes siguen ahí, encabezan todos los festivales y se llevan gran parte del pastel: leo en un anuario de la Asociación de Promotores Musicales que durante el 2013, sólo el 1% de los artistas se llevaron más del 50% de los beneficios del negocio.
Por debajo de los grandes, la clase media ha desaparecido y en la base de la pirámide tenemos más músicos que nunca, un gran proletariado musical que sólo puede aspirar a malvivir o combinar su pasión por la música con otro trabajo. La democratización de los medios de producción hace que haya más bandas de las que podemos imaginar, pero al mismo tiempo, es más difícil que nunca que dichas bandas obtengan ingresos por su trabajo. La brecha entre «ricos y pobres musicales» cada vez es más abrupta. Antes podías soñar con ser un grupo de tamaño medio y vivir de ello. Hoy en día es imposible e impensable. La música ha quedado casi en el 100% de los casos para disfrutar creándola y no para vivir de ella.
Cuando yo era adolescente, mi capacidad para comprar música era muy escasa por lo que podía acceder a muy poco volumen de música. Creo que por eso se idealizaba más a las bandas y tenía más sentido el fenómeno «fan«. El acceso sobre la propuesta de una banda se realizaba poco a poco y eso te permitía llegar a un nivel de conocimiento en detalle sobre la música de tus grupos favoritos, inédito en el momento actual.
La música digital nos permitió disponer de discos o incluso discografías completas a golpe de un click. Hoy en día, las herramientas de streaming nos dan acceso no sólo a la discografía de una banda y toda su historia, sino que nos recomienda bandas similares e incluso nos abre la puerta de las listas de reproducción que otros fans han creado según su propio criterio. Tenemos fotos, vídeos de todas sus giras e información de lo que hacen en tiempo real. En definitiva, hoy en día tengo un universo musical a mi disposición que mata la intensidad con la que vivíamos la música hace 20 años.
Las herramientas de streaming también han destruido el formato: ya no hay que escribir 2 canciones para completar un single, 10 para llenar un vinilo o 16 para un CD. Cualquier formato tiene cabida en streaming: desde un tema individual hasta una antología de 200 canciones.
Acabo con algunas frases que he leído en una editorial de Yorokobu de hace unos meses y con las que no puedo estar más de acuerdo.:
«El ordenador hizo la música invisible. El tacto de los archivos de sonido digitales no es ni suave ni áspero. No tiene. Tampoco huele. Ni tiene detalles que explorar y que convirtieron una canción en la aparición de un aladino. La música digital se despojó de envoltorios. Pero no hace tanto la música olía. Vivía guardada en una funda hasta que su dueño la despertaba de su reposo. Entonces la música se veía y se exponía en una librería y decía más de un individuo que su carné de identidad»
Todo lo anterior no dejan de ser algunas reflexiones sobre la música que viví y la que vivo. No digo que sea mejor ni peor, sólo digo que «esto es lo que hay». El avance tecnológico es imparable y disruptivo y está aquí para quedarse.
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